Cuando hace tanto tiempo M me dijo sobre eso yo no le entendí palabra. Eso se llama despecho, dijo, y te voy a cuidar de él. Cuando cortamos M y yo, de mutuo acuerdo y a través de una llamada telefónica, pensé que el momento en que dijo eso había sido el único en el cual fuimos realmente felices. Llamadas telefónicas sucedieron a esa en varias ocasiones, amistosas, y el despecho de esa pequeña relación se transformó en un luto que se extendió por años. No fue, como hubiera pensado, una sola sensación extremadamente desagradable. Hasta hoy me maravillo de no sentir nada tras esa larga sucesión de emociones opuestas, relativas, superpuestas, distintas todas. Incestuosas, nacidas unas de otras. Incontenibles. A diferencia de esa vez con M, la sensación manifiesta ahora, tanto tiempo más tarde, es sólo de rabia, y el luto se ha convertido en reiterados simulacros de asesinato ante la imposibilidad de enviudar de verdad. Los motivos son diferentes, igual que el personaje y su corte, pero ahí están esas palabras incomprensibles otra vez. Deseos de estrangular el aire constantes, espasmódicos. Recuerdos que se vuelven barrocos, grotescos, absurdos por completo. Cosas dichas y entendidas después, traducidas en felicidades pasadas. La sensación, entonces, se me hace absurda como la sangre que se junta debajo de algunas costras y termina por convertirse en una piedra bajo la cicatriz. Duele, y no precisamente por ser una sensación a flor de piel, sino que por convertirse en un conjunto de ideas que retornan, se acumulan y hacen daño. En mucho tiempo no hubo noche en que no levantara el auricular del teléfono esperando, con tripas y cabeza, que la voz de M al otro lado de la línea intentara explicarme qué había pasado entre una llamada y otra. Podría decirse que, al no necesitar más explicaciones sobre el tema, lo único que persiste entre nosotros es un miedo extraño y el silencio de una punta de la ciudad a la otra.
0 investigadores:
Publicar un comentario