I.
Quiero arreglarme, pero el pintalabios se desparrama por todas partes. Se mueve como con vida propia, se sale de las comisuras y de ahí para toda mi sonrisa, margaritas incluidas. Recuerdo que mamá no se pintaba nunca los labios porque tenía dientes separados. Los labios, decía, son la entrada para todo lo demás; tus dientes son tan lindos, hija, te podrás poner rouge de todos los colores que existan. De todos menos éste, creo, y me limpio las marcas: como Jesús manda, he puesto pintalabios también en la otra mejilla. Cuando Padre se fue, a mi mamá le dijeron que fue porque no se arreglaba nada. La culpa se hizo toda suya y del tonto maquillaje que se negaba a llevar. Nada bueno puede venir con esas armas, hija, y luego iba a tribunales a pedir el dinero que Padre nunca nos dio con los labios colorados apenas, y luego hasta sus separadas paletas sonreían.
De Padre me acuerdo sólo de las mentiras tontas, la mezcla de olor a cigarro y colonia de pino. Me contaron que cuando nací trató por todos los medios de dejar de fumar y no consiguió nada. Nunca supimos de qué murió Padre, y ni mamá ni yo quisimos ir al funeral a preguntar.
Después de un tiempo, y contra todo lo dicho, mamá había decidido que el maquillaje era para las putas y el pintalabios no me venía. Para qué te pones eso, y los agarraba de mi velador para enterrarlos en el patio. Los tiraba a la taza del baño donde giraban dibujando círculos rojos en la cerámica. El maquillaje era a las niñas lo que el alcohol a los hombres; el pintalabios un cuchillo que ensangrentaba los cuellos, las manos y las bocas de hombres y mujeres siempre indignos.
II.
Yo me acuerdo que la última vez que vi a Padre sucedió así. Yo llevaba el pintalabios cereza de mamá y ese vestido verde con rayas blancas que ya de tantos tironeos estaba deformado. Bajo el ruedo de la falda, moretones. En las rodillas arañazos que entibiaban la piel tan pálida en la tarde. Padre se quedó así de sorprendido, pero después me dijo que estaba tan flaca que el vestido parecía de noche. Ese vestido te sienta mejor que el disfraz de gato mojado que te vi la otra vez en el centro. Me viste, sonreí, yo también te vi por ahí en las noticias. Su cara se empobreció de golpe, como si la que hubiera mojado al gato fuera yo. No he salido nunca en las noticias. Que sí, insistí, una vez en lo de los padres piloto. Tosí las últimas palabras al borde del llanto: a Padre debe haberle molestado aún más mi risa cargada de toda esa pintura de labios. Para mí fuiste una casa piloto de serviu, sabes, pequeña, pero para esas cosas eligen a cualquiera. Miro mis zapatos rojos donde sonríen al revés mis piernas amorfas; de mis labios siguieron saliendo muecas extrañas. De mis labios, quizás, habría salido una que otra palabra que lo hiciera sentir en casa, pero no quise. En esos tiempos ambos nos habíamos quebrado más de lo que cualquier pintalabios o camisa a cuadros pudiera esconder.
III.
Padre no tiene perdón de Dios, dijo con convicción, pero ella no lo había visto. No, de haberlo visto tendría la certeza de que ningún dios existe en este barrio.
El sol estaba alto y la luz era tan blanca que hacía parecer a la calle de tierra un desierto. No la pavimentaron hasta años más tarde, y es que éramos tan pobres por ahí que apenas salíamos de las casas a caminar. Los tres íbamos del almacén en dirección a la casa de avenida Roma donde vivían los abuelos; ese había sido su barrio por unos treinta años o más. Habíamos visto pasar por ahí las marchas sindicales y las rondas de milicia. Habíamos visto crecer a niños y árboles, y a Felipe como si fuera un animalito que tarda demasiado en valerse por sí mismo. Él jugaba con la mano libre, dibujaba un espiral sobre los muros de las casas que enmarcaban la calle. Va a salir un perro a comerte el dedo, le decía mi mamá cada cierta cantidad de pasos, te lo va a comer y te va a seguir porque tienes buen sabor. Yo estaba más grande, así que con la mano libre llevaba la bolsa con galletas de champaña para la once. Años más tarde, con la diabetes ya diagnosticada, me pregunté cuanto daño le habrían hecho esas onces al abuelo. Ocupábamos unos junto a otros, mamá siempre al medio, todo el ancho de la dispareja vereda de palos. Mamá le daba leves empujones a Felipe sobre las rejas en las que se salía una mata de ruda. Te va a comer la mano hijo, y ni tu hermana ni yo vamos a poder detener los mordiscos que te va a dar. Yo ya estaba grande, así que cuidaba muy bien de la bolsa y miraba a los lados para que ningún perro fuera a comerse las galletas o a mi hermano.
Cuando mamá recordaba el episodio -que en verdad no recordaba, sino que reconstruía a partir del relato de todos los demás- decía que nadie podría perdonar a Padre ni en un millón de años. Pero ella no había visto nada, como siempre. Cada vez que pasaba algo importante mamá estaba así, de ojos cerrados, boca abajo.
IV.
No es eso: es el vestido y los zapatos, y sobre todo el pintalabios. De alguna forma hay que hacer algo sin enloquecer. Mírame, mamá, el mismo color de las niñas en Paula y no puedo usarlo. Si la micro no se meneara tanto, si fuera seis o siete centímetros más alta. Si existieran sólo los buenos deseos todo sería mejor para mí.
-¿Todavía tienes ese bolso? Debe tener veinte años por lo menos.
-Sí, padre.
-En ese pusiste tus cosas cuando te fuiste de la casa por primera vez, ¿te acuerdas?
-Sí.
-Eras enanísima. Tenías el cabello corto, igual que un niño.
-Llevaba un moño.
-No –enfatizó-, llevabas el cabello corto como un niño, o por lo menos recogido atrás con una trenza. Así siempre te peinaba tu mamá.
Sacó el encendedor y prendió un cigarro. Prendió su sonrisa como un punto de luz anaranjado en la esquina donde nos encontramos. Ya estaba oscuro. A esa hora, de noche, era cómodo hablar porque apenas podíamos vernos las caras. Recuerdo del día del escape el equipaje de mi bolso: una foto vieja que le había robado a mamá y unos calcetines del bebé que me gustaba usar como mitones. Por su cara, supuse que tardaríamos un poco en arreglar el asunto del encuentro casual, así que me senté en el marco de una puerta a revisar que mi maquillaje siguiera en su lugar y Padre me siguió más o menos enseguida. El espejito me mostraba el ir y venir de su cigarro y de sus ojos, levemente iluminados por las luces de la calle.
-¿Cuánto sale?
-¿Perdón?
-Que cuánto sale lo que sea que hagas en esta calle a esta hora.
Me reí de forma sonora, pero en el espejo mi cara seguía perfectamente compuesta. Es grato poder reírse incluso en los momentos en los que no hay de qué hacerlo.
-¡Cómo eres…!
-¿Cómo soy?
-Así…
No supo que decir, pero sabía que era pintalabios, zapatos y vestido, y eso difícilmente cambiaría en las siguientes horas. En sus ojos había desafío, no te atreverías, sin embargo pasé una mano por mi cabello y luego alisé mi falda. Mi otra mano pasó sobre sus hombros endurecidos ante su expresión de desagrado, pruébame. Ahí recordé que el asco era la expresión que mejor le venía a su rostro.
-Sea como sea –proseguí-, no te vas hoy sin pagarme algo de todo lo que me debes.
V.
Recordaba a Padre al ver a Felipe echado sobre su cama, leyendo libros de ciencia ficción. Dependiendo del clima su velador se llenaba de bolsas de té viejas o cuescos de durazno, además de lápices rescatados de la basura del salón de clases. Tenía la manía de acumular cosas inservibles, incluso al punto de convertir cosas útiles en meros adornos con un poco de pegamento. En casa teníamos tres tenedores, tres cucharas, tres cuchillos: todo lo demás estaba pegado en el techo, sobre la cama de mi hermano, formando una aureola de plata y papel de diario. Por la tarde, después del colegio, se encerraba en el cuarto donde mamá guardaba aún las cosas de Padre y esperaba la noche. Después de eso salía con cosas ocultas bajo la cotona para apenas dormir un par de horas. Las tardes de Felipe consistieron siempre en sonreír por alguna cosa escrita en los libros, anotar una línea en el borde de una hoja y mancharse los dedos con tinta de lápiz roto. El no poder hablar parecía excluirnos a mamá y a mí de su día tanto como la pintura de labios y nuestros quehaceres de mujer a él.
Me imagino que mamá también se acordaba de Padre cuando lo veía hacer esas cosas, pero nunca nos dijimos nada. Tampoco ella se lo prohibió porque cuando él estaba molesto golpeaba el muro con el puño izquierdo, igual que Padre, y eso la atemorizaba. Apenas era un niño, se decía, e intentaba ignorar para conservar la poca familia que nos iba quedando.
Cuando escuché el crujir de las hojas, cuando vi sus libros rotos y el papel doblado en formas de animales, pensé lo peor, pero no había forma de convencer a mamá sobre lo aterradora que me resultaba esa visión: Felipe era apenas un niño, el destruir era parte de su limitado lenguaje sin voz.
VI.
Ni tu hermana ni yo vamos a poder detener los mordiscos que te va a dar, hijo, cómo no te das cuenta. Felipe se reía y daba tumbos sobre las rejas con ruda cuidando que entre las hojas hediondas no fuera a haber un perro.
Mamá se quedó en silencio, como siempre había visto sólo lo más elemental de todo el cuadro: ni a Felipe ni a mí nos importaba la señora que acompañaba a Padre en la vereda contraria, ni sus bolsas, ni sus risas. Lo que más nos había llamado la atención, desde nuestros ojos de niño y no-tan-niña, fue ese gesto suyo de intercambiar miradas entre mi hermano y el otro de manera intermitente. Felipe, como extraviado, se adentró con los ojos más y más en la conversación que ambos sostenían; era la única forma que tenía de participar en el diálogo que Padre sostenía con ese niño para ignorarnos. Debía tener más o menos la edad de mi hermano, y su voz era pequeña como la de un pajarito. La boca de Felipe se abrió todo lo que pudo y las manos alrededor de sus mejillas le temblaron por el esfuerzo, pero nada ocurrió. El grito que se esforzó en dar ni mamá, junto a él, pudo oírlo. Podría haberse buscado otro barrio para sacarla a dar una vuelta, dijo, y nos apretó las manos hasta marcar sus uñas en ellas.
Imagino que Felipe vio mucho más allá ese día, pero eso hasta a mí me dejó en silencio. Él se quedó en una mudez peor que la que siempre había tenido, o eso creímos ambas. Yo ya estaba grande, así que cuidé muy bien de no llorar y de que mi hermano hiciera lo mismo: antes ya había perdido el cariño de Padre, igual que mamá, así que sabía que se sentía como morirse un poquito dentro del cuerpo. Pasar a ser una cuchara que, con un poco de pegamento, se convierte en una estrella más de la cúpula plateada.
VII.
Salimos de mi casa con mucho menos apuro del que usamos para entrar. En eso entonces mamá y yo vivíamos en un barrio miserable, y nuestras cosas estaban guardadas en cajas a la espera de un mejor lugar.
Padre pareció impresionarse, pero no hizo más que arrojar el cigarro al piso y seguirme por el pasillo de manchas verdes hacia el interior, y de ahí escaleras arriba hasta llegar al cuarto. Mandé a mamá a casa de mis abuelos, dije antes que todo, me cansa tener que verla esconderse bajo las sábanas en este cuarto tan oscuro.
Al salir, ante el recuerdo de Felipe en la cara de Padre, resultó muy evidente para mí que siempre habíamos andado solas. El barrio parecía aún más triste mirado desde la puerta de la casa, me hacía sentir menos segura sobre esos zapatos y bajo ese maquillaje demasiado exagerado para mi edad. Padre bajó unos peldaños hasta la vereda y me miró desde ahí como quien ve a un barco hundirse. Imagino que cuando huí de casa, con 5 años y ese montón de cosas robadas, debía tener el mismo semblante de andar a la deriva. Caminó rápido, sin voltearse, y me dio lástima su vano intento de esconderse entre la gente. Lo vi hasta que dobló cuatro calles más abajo, y de ahí nunca más. Sentí compasión por la consanguinidad que compartimos y por el desagradable olor a alquitrán que me había dejado encima.
VIII.
Tenía sobre las uñas marcas de sus otras uñas, rasguños en la cara y dentro de los ojos. Fotos de nosotros tres donde Felipe, con pulso perfecto, se había recortado dejando entre ambas sólo una silueta. Una mezcla de esas fotos con otras fotografías familiares más viejas en las que Padre era un niño en blanco y negro. Todas sobre el piso. Los pequeños Felipes recortados, en cambio, estaban en la aureola de plata montados en aves de origami. El Trix del desayuno se le había metido hasta entre los cabellos, en sus manos llenas de saliva, en las orejas. Las grietas en el suelo del dormitorio estaban rellenas de polvo, pelos y cereal. Sangre, pelos, polvo y cereal sobre las cosas que Padre había dejado olvidadas en nuestra casa como a nosotros mismos. La boca de Felipe era un círculo perfecto, como si quisiera emitir un sonido aún sin poder hacerlo.
A Padre no lo vimos, no quisimos ir al funeral, pero siempre me imaginé el mismo escenario para él, poblado por fotografías de Felipe sonriente. Felipito con su máscara de hombre araña en el zoo, saludando desde un caballito de palo, sentado conmigo en la vereda frente a la casa de avenida Roma. Todas las fotos llenas de letras insonoras que dibujaba con la boca, como para hablarse a sí mismo desde la imagen. Pero si apenas es un niño, decía mamá hasta que se quedaba dormida entre las sábanas que de viejas y húmedas eran casi transparentes. Las cosas siguieron en las cajas durante un par de años más. Yo le pintaba una que otra vez los labios con el único rouge que había logrado rescatar de su exterminio, quizás así algún día le volviera el alma al cuerpo. Después de todo siempre habíamos sido las dos solas, usando armas para cuidarnos por más malas que estas fueran.
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