Es justo explicarte por qué estoy a estas horas sentada escribiendo simplemente porque así lo he decidido. Hace tiempo que sé que lo justo, en mi caso, se construye a base de puras convicciones. En parte, me parece razonable hacerlo en vista de que parecemos hacer lo mismo: computador, madrugada, frases borroneadas, frases salidas de las teclas, salidas de las manos con el empujón de alguna cosa que a esta hora ya no es alma. Hasta aquí no hay novedad, por eso sale fácil decirlo. Es posible, eso sí, que pase lo contrario a lo esperado, que bajo la sombra de lo que tú haces lo que hago se vuelva incomprensible. Decírtelo era lo justo, el entenderlo va de tu parte. Escribo algo, no sé si es novela u otra cosa. Lo hago ahora porque de lo contrario las ideas simplemente no me dejarían dormir hasta la mañana. Desde que las horas vuelven al día gris, me siento aquí, desarmándome. Ambos, entre uno que otro empujón, hemos levantado la cabeza para pedirnos alguna explicación a esta hora; desiertos de paseo dominical, tiempos muertos. En esta hora, que de gris se volvió la más negra, las ideas son como pozos que en algún punto se me vuelven lo más ajenas que pueden. Vagar en esos pozos es como andar en la panza de una bestia. Las hojas, de pura luz (y no es una metáfora, es que en verdad son de luz y me da una paja enorme llamarlas sólo hojas) serán un prado, pero con las letras se vuelven una especie de bosque porno clase B. No son un claro para cazar, verás, sino letras hechas de luces blancas y luces negras. Tu novela será para que corra la tinta, para que Vila-Matas la guarde en su santo reino. La mía, en cambio, es todo lo vaga que te puedas imaginar; la quiero para que me deje de zarandear un rato. Terminé por entender, de este modo, que mis ideas acaban largas y deformes como los túneles que una lombriz deja intactos para Dios. Supongo que de ser justa esta labor para mí, te escribiría una carta contándote que encontré una canción como quien encuentra un billete en el delantal de cocina. Escribiría escuchar esta canción me está calando hasta los huesos. Hace tiempo sé también que lo justo no siempre es igual para todos. Escribir para mí es, a fin de cuentas, mucho más perder el tiempo que otra cosa. De haber algo de justicia en esto, no escribiría tantas cartas imaginarias.
De no escribir tanto párrafo sangrante, tampoco habrían de los irónicos y los dolidos, y esos me encantan. Pese a todo, mi escritura se ha vuelto tan autoinmune como la gente. No importa a qué personaje juegues, aquí eres uno que siempre está perdido. A ratos vuelve a sonar esa canción y vuelvo a temblar hasta las vísceras, y me conmueve no poder querer a esa canción más que a algunas personas. Restos de mi afán por hacer de las cosas personas y viceversa. Es posible que leyendo a Bertoni me quede unos momentos en su piel, pero ten por seguro que leerme no te va a conducir a nada bueno. Bertoni no va a quererte ni un ápice de lo mucho que yo sí lo hice en mis propios huesos. Escribí en tu boca, incluso, que cuando quise el amor de las personas sólo recibí el de los poetas. Espero que eso te pase fuera de mis cuentos para así sentirme profética y sincrónica, y desquitarme un poco de esa extraña sonrisa que siempre tienes.
Lo que más me gusta del que eres ahora en mis cuentos es que te dices a ti mismo las cosas que me decías antes, y parecen dolerte igual que a mí. Si fueras vieja, te invitaría incesantes tecitos cocorocos en el Coppelia hasta que te soltaras tus títulos, me descosieras tus cuentos, y derribaras para mí esas oraciones absurdas, y sonrientes cuando te las tiraras sobre las mesitas plateadas. A mí no se me da la escritura igual que a alguien no le da el largo de las mangas de un chaleco. Digamos que no se me da tu manera de escribir. Escribías sobre perros y nunca fuimos amigos íntimos porque a mí no me da pena pegarle a los perros. Les temo, ellos me ladran: les doy patadas de consuelo como si ya no hubiera mañana. Supongo que de no sentir los deseos de pegarte un puntapié también, te escribiría otra carta larga con dibujos de mis perros heridos en combate. Por tu parte, no llegaste a escribirme ni tu nombre en un papel. Siempre creí, eso sí, que tenías una letra tan horrible como la del computador. Quizás las teclas eran extensiones de tus dedos y por ellos también pasaba corriente, lo que explicaría el por qué del dolor de panza que me daba cuando decías tanta estupidez junta. Tendré que conformarme con tus excusas, que cargo encima como medallas, y las cicatrices que se me vuelven a ratos bertonis largos y bertonis cortos. Pedazos de piel sacados de un lugar y vueltos a pegar en otro.
De no escribir tanto párrafo sangrante, tampoco habrían de los irónicos y los dolidos, y esos me encantan. Pese a todo, mi escritura se ha vuelto tan autoinmune como la gente. No importa a qué personaje juegues, aquí eres uno que siempre está perdido. A ratos vuelve a sonar esa canción y vuelvo a temblar hasta las vísceras, y me conmueve no poder querer a esa canción más que a algunas personas. Restos de mi afán por hacer de las cosas personas y viceversa. Es posible que leyendo a Bertoni me quede unos momentos en su piel, pero ten por seguro que leerme no te va a conducir a nada bueno. Bertoni no va a quererte ni un ápice de lo mucho que yo sí lo hice en mis propios huesos. Escribí en tu boca, incluso, que cuando quise el amor de las personas sólo recibí el de los poetas. Espero que eso te pase fuera de mis cuentos para así sentirme profética y sincrónica, y desquitarme un poco de esa extraña sonrisa que siempre tienes.
Lo que más me gusta del que eres ahora en mis cuentos es que te dices a ti mismo las cosas que me decías antes, y parecen dolerte igual que a mí. Si fueras vieja, te invitaría incesantes tecitos cocorocos en el Coppelia hasta que te soltaras tus títulos, me descosieras tus cuentos, y derribaras para mí esas oraciones absurdas, y sonrientes cuando te las tiraras sobre las mesitas plateadas. A mí no se me da la escritura igual que a alguien no le da el largo de las mangas de un chaleco. Digamos que no se me da tu manera de escribir. Escribías sobre perros y nunca fuimos amigos íntimos porque a mí no me da pena pegarle a los perros. Les temo, ellos me ladran: les doy patadas de consuelo como si ya no hubiera mañana. Supongo que de no sentir los deseos de pegarte un puntapié también, te escribiría otra carta larga con dibujos de mis perros heridos en combate. Por tu parte, no llegaste a escribirme ni tu nombre en un papel. Siempre creí, eso sí, que tenías una letra tan horrible como la del computador. Quizás las teclas eran extensiones de tus dedos y por ellos también pasaba corriente, lo que explicaría el por qué del dolor de panza que me daba cuando decías tanta estupidez junta. Tendré que conformarme con tus excusas, que cargo encima como medallas, y las cicatrices que se me vuelven a ratos bertonis largos y bertonis cortos. Pedazos de piel sacados de un lugar y vueltos a pegar en otro.
1 investigadores:
"Desarmándome".
Cuídate del amor de los poetas. Todo lo viven como una posibilidad de recopilar material lírico. Y adoran los siniestros totales.
...disculpa, de qué te voy a prevenir a tí.
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