lunes, 18 de abril de 2011

iv. Folio 10 - El centro I

La mujer sola tiene botines de cuero abiertos en flor, falda color tierra y piernas un poco más claras sin pantys. Tiene cabello enmarañado, con electricidad probadamente infinita. Tiene cara de pena y ojos claros color lavaza. Tiene frío, seguro, porque es abril y a sus cincuenta y tantos el viento se cuela por todos lados. Nosotras, más jóvenes, la miramos desde lejos y yo -que me sé la historia- le cuento a mi compañera quién es, y cómo sé quién es. Tiene una cartera que no le calza, que es extraña porque tiene un color chillón y el dibujo de un sol que la hace una de esas demasiado alegres para mujeres como ella. Alegre como algo infantil, pienso, pero a mi compañera le digo que es muy naif, que me preocupa. Es tonto que me preocupe la pobreza, pero no lo digo. Es tonto que me preocupe su pobreza y no la mía, en realidad. Imagino que la encontró, fantaseo en voz alta. Va y viene como recorriéndose de memoria el camino. El camino de su vida, me digo en secreto. Miro hacia otra parte porque los ojos se me llenan y no quiero llorar cada vez que la veo. Será que soy sensible, y se me dibuja la sonrisa en la cara (una sonrisa invertida, llena de agua). Será que los golpes me ablandan, como a la carne el cucharón de mi abuela. La mujer se rasca un grano de la pierna que, a esa distancia enorme, se ve irritado y roto. Me dan ganas de desnudarme y darle mi pantalón, mi chaleco, mi calcetines, mis botas, mis sostenes. No es la primera vez que pasa. ¿El grano? dice mi compañera. Les llamo experiencias místicas y son lo más cerca que he estado de San Francisco.

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