jueves, 11 de septiembre de 2008

II. Folio 5 - Mar de Japón (junio 2008)

Siempre te creí tan al revés por tu afinidad con las cosas del Japón. No es que diga que oriente está todo patas arriba (que lo está, pero no es eso lo que quise decir), sino que siempre he sentido extraña simpatía hacia los chinos y abierto desagrado por los japoneses. Los chinos, amiga, tienen en lugar de erre, ele en sus sonidos. En japonés, al contrario, todas las eles son transformadas en erres. O la una o la otra; mar de Corea o mar de Japón, porque todos los asiáticos, incluidos los coreanos de ambos lados, odian a los japoneses y les tienen sangre en el ojo. Que a unos les quitaron esto, que a otros le impusieron aquello: un culebrón el asunto. Tú dices que es envidia, pero me concedes que el papel es chino y la homosexualidad ritual japonesa. A veces creo que eso es lo que más te gusta de allá, la capacidad inmejorable de lo fifí. Entre más gay, más seguidoras tiene el cantante de turno. Ojalá se saque fotos de dudosa curiosidad con artistas menores para impulsarles la carrera, quiera DIOS que se saque fotos así con otros igual de importantes por el bien de toda la humanidad. Una vez tenté suerte y te dije que era gay, y hasta me lo creí para ver qué pasaba. Entre nosotros obviamente nada, pero descubrí que no me gustan los soplidos en el cuello más que los de tu nariz cuando me das besos bajo las orejas. ¡Cuánto te gusta hacer eso, oye! Me acuerdo de cuando pediste permiso para saludarme así. ¿Puedo darte besos aquí? Y la punta de tu dedo me dio escalofríos que me corrieron hasta el estómago. Luego pegaste tu boca en ese lugar y dijiste que estar sola iba a volverte loca. Pensé, muy honestamente, que si no conseguías a alguien el que se iba a volver loco era yo. Después comimos un par de galletas rancias que tenía bajo la almohada y nos sentamos en el piso, con la espalda apoyada en la cama, a ver videos viejos en un VHS.

II. Folio 4 - Las cartas (mayo 2008)

Es justo explicarte por qué estoy a estas horas sentada escribiendo simplemente porque así lo he decidido. Hace tiempo que sé que lo justo, en mi caso, se construye a base de puras convicciones. En parte, me parece razonable hacerlo en vista de que parecemos hacer lo mismo: computador, madrugada, frases borroneadas, frases salidas de las teclas, salidas de las manos con el empujón de alguna cosa que a esta hora ya no es alma. Hasta aquí no hay novedad, por eso sale fácil decirlo. Es posible, eso sí, que pase lo contrario a lo esperado, que bajo la sombra de lo que tú haces lo que hago se vuelva incomprensible. Decírtelo era lo justo, el entenderlo va de tu parte. Escribo algo, no sé si es novela u otra cosa. Lo hago ahora porque de lo contrario las ideas simplemente no me dejarían dormir hasta la mañana. Desde que las horas vuelven al día gris, me siento aquí, desarmándome. Ambos, entre uno que otro empujón, hemos levantado la cabeza para pedirnos alguna explicación a esta hora; desiertos de paseo dominical, tiempos muertos. En esta hora, que de gris se volvió la más negra, las ideas son como pozos que en algún punto se me vuelven lo más ajenas que pueden. Vagar en esos pozos es como andar en la panza de una bestia. Las hojas, de pura luz (y no es una metáfora, es que en verdad son de luz y me da una paja enorme llamarlas sólo hojas) serán un prado, pero con las letras se vuelven una especie de bosque porno clase B. No son un claro para cazar, verás, sino letras hechas de luces blancas y luces negras. Tu novela será para que corra la tinta, para que Vila-Matas la guarde en su santo reino. La mía, en cambio, es todo lo vaga que te puedas imaginar; la quiero para que me deje de zarandear un rato. Terminé por entender, de este modo, que mis ideas acaban largas y deformes como los túneles que una lombriz deja intactos para Dios. Supongo que de ser justa esta labor para mí, te escribiría una carta contándote que encontré una canción como quien encuentra un billete en el delantal de cocina. Escribiría escuchar esta canción me está calando hasta los huesos. Hace tiempo sé también que lo justo no siempre es igual para todos. Escribir para mí es, a fin de cuentas, mucho más perder el tiempo que otra cosa. De haber algo de justicia en esto, no escribiría tantas cartas imaginarias.

De no escribir tanto párrafo sangrante, tampoco habrían de los irónicos y los dolidos, y esos me encantan. Pese a todo, mi escritura se ha vuelto tan autoinmune como la gente. No importa a qué personaje juegues, aquí eres uno que siempre está perdido. A ratos vuelve a sonar esa canción y vuelvo a temblar hasta las vísceras, y me conmueve no poder querer a esa canción más que a algunas personas. Restos de mi afán por hacer de las cosas personas y viceversa. Es posible que leyendo a Bertoni me quede unos momentos en su piel, pero ten por seguro que leerme no te va a conducir a nada bueno. Bertoni no va a quererte ni un ápice de lo mucho que yo sí lo hice en mis propios huesos. Escribí en tu boca, incluso, que cuando quise el amor de las personas sólo recibí el de los poetas. Espero que eso te pase fuera de mis cuentos para así sentirme profética y sincrónica, y desquitarme un poco de esa extraña sonrisa que siempre tienes.

Lo que más me gusta del que eres ahora en mis cuentos es que te dices a ti mismo las cosas que me decías antes, y parecen dolerte igual que a mí. Si fueras vieja, te invitaría incesantes tecitos cocorocos en el Coppelia hasta que te soltaras tus títulos, me descosieras tus cuentos, y derribaras para mí esas oraciones absurdas, y sonrientes cuando te las tiraras sobre las mesitas plateadas. A mí no se me da la escritura igual que a alguien no le da el largo de las mangas de un chaleco. Digamos que no se me da tu manera de escribir. Escribías sobre perros y nunca fuimos amigos íntimos porque a mí no me da pena pegarle a los perros. Les temo, ellos me ladran: les doy patadas de consuelo como si ya no hubiera mañana. Supongo que de no sentir los deseos de pegarte un puntapié también, te escribiría otra carta larga con dibujos de mis perros heridos en combate. Por tu parte, no llegaste a escribirme ni tu nombre en un papel. Siempre creí, eso sí, que tenías una letra tan horrible como la del computador. Quizás las teclas eran extensiones de tus dedos y por ellos también pasaba corriente, lo que explicaría el por qué del dolor de panza que me daba cuando decías tanta estupidez junta. Tendré que conformarme con tus excusas, que cargo encima como medallas, y las cicatrices que se me vuelven a ratos bertonis largos y bertonis cortos. Pedazos de piel sacados de un lugar y vueltos a pegar en otro.

jueves, 4 de septiembre de 2008

II. Folio 3 - De otro planeta (apunte para la novela, abril 2008)

1.
-¿Y aquí?

Y su dedo presionaba el mentón, y sus ojos miraban hacia arriba distraídos como dos escarabajos, y la punta del índice de a poco se le ponía tan roja como el hoyuelo que dios le había hecho en la barbilla. Estaba aplastándolo.

-Aquí la cara se te contraería, porque la mandíbula se partiría en dos y el ángulo que tienes ahora así, tan gracioso hacia fuera, se te haría hacia adentro con los dientes quebrados. Quizás, si no se detuviera ahí, golpearía también tu paladar, contrayéndote la cara entera hacia adentro como si fuera una anti-cara: como si quisieras mirarte el interior de la nariz al cerrar los ojos.

Ella sonrió. Le gustaba cuando los signos apuntaban a que todo saldría bien. Se quitó el vestido a rayas para tenderse sobre la alfombra. Entre que hizo esto y se levantó por más café, hicieron el amor dos veces. En parte él miraba como dormía, en parte fundía los colores como si ella y el piso fueran una sola cosa. El estómago subía y bajaba muy lento, como a destiempo. Las luces seguían apagadas y las ventanas abiertas. De la calle, la noche se reflejaba en pequeñas luces sobre los brazos y el estómago, borrándolos. Los calzones brillaban más, al punto de iluminar la habitación. Satín rosa. Se preguntó en qué estaría pensando al vestir una cosa tan infantil. En el espacio de dos horas, hizo cuatro veces el amor consigo mismo. Se levantó a tomar café, pero en la tetera ya no quedaba ni media taza de agua hervida. Al entreabrir los ojos, a ella le pareció estar con el italiano. No, se corrigió, es Facundo que se ha revuelto el pelo y parece venido a la conquista de otro planeta. Le preguntó cuánto había dormido, pero él no supo qué responder. Preguntó al aire cómo es que se le ocurrió ponerse los calzones y no los sostenes. Él pudo haber sonreído, pero no dijo nada. Le contó, en cambio, que durmió muy mal debido a que tomó más café del presupuestado, pero que agradecía su ocurrencia de calzones y no de sostenes. Si hubieras dormido sólo con sostenes, dijo, de la risa no habría podido tomar café.

-Si hubieras dormido sólo con sostenes, no habrías dormido.

Se rieron los dos, aunque no sé si llegó a decirlo en voz alta. De las seis veces de la noche, para Facundo sólo dos fueron presenciales y las demás teóricas. Ella, en cambio, de las dos tuvo siete con Facundo y una con el italiano, que siempre se reservaba la mañana. Nunca sus talentos fueron matemáticos. Se acordaba de que, cuando era niña, su madre le dibujaba redondas manzanas rojas en tarjetas de cartón con la vaga esperanza de que aprendiera la lección. La cicatriz que tenía en el pie derecho le recordaba que no se está seguro en esta vida hasta que se aprende a dividir. Cada vez que la veía, los años desaparecían de golpe, como si fueran espacio.

El la miraba de reojo y de costado. Fijos los ojos en la cicatriz del pie con ambas tazas de café en la mano, como si fuera una equilibrista porno. Se le ocurrió que era la cosa más extraña que hubiera visto alguna vez: estaba ahí únicamente en calzones de satín, los que usaría una niña, sosteniendo dos tazas de café en silencio. Calzones que refulgen, dijo, pero pensó que de tanto brillo le estaban quemando los ojos. Le dieron ganas de escribir alguna cosa más que sea sobre el asunto, pero 1. Sintió cansancio de levantarse por papel y lápiz 2. Le daba pena dejar de mirarla con ojos llenos que se sentían rebalsar. Ella esperó un par de minutos más con los ojos fijos en el piso. El frío de las baldosas de la cocina le causaba escozor en la planta de los pies. Él intentó anotar algo sin buenos resultados. Terminó por desistir y tarjar toda la oración con una sola línea que se tambaleaba.

lunes, 1 de septiembre de 2008

II. Folio 2 - Malos recuerdos (escritos de apoyo a Malos deseos, abril 2008)

1. Dejar en cama las zapatillas rojas de cordones blancos desatados, que corren más rápido, más lejos que las micros verdes. Las clausuras del cuerpo, las cláusulas del cerebro. Los ojos hinchados, los dedos de espinas; los silencios dolorosos, las manos dormidas. Los párpados en el agua y las burbujas que te hacen cosquillas en las margaritas. La picazón en la lengua y la saliva dulce al borde de rebalsar las tacitas que son las comisuras de los labios.
Todo lo demás puede levantarse perfectamente.


2. En el piso, en el cuerpo, las huellas del baile. Las avenidas, Lo, son como las vías del tren: neo-vías llenas de trenes sincrónicos que no duermen nunca. Cada tren corta en pedazos al aire y lo que haya llevado por él. Serpientes de fuego, de lluvia, vapor y velocidad. Las manchas en el piso son las de un baile que ellas no pueden ni dejan bailar.


3. Mi cama dorada: mi cama como una cerca electrificada. Y yo aquí horizontal, deseándote, Y tú difusa, y tú extendida y borrosa sobre todo ese pavimento.


4.
Si fuera casa
llevaría la fiesta por fuera y la miseria por dentro.


5. Letters We Never Sent

"Contenido de mi maleta: The complete poems of C.P. Cavafy, un pijama y las cuatro últimas cartas de B"
No entiendo que Bertoni pueda salir sólo con las cuatro últimas cartas. Yo salía con todos tus recuerdos a cuestas, a falta quizás de las cartas entre nosotros. De tanto leer su libro, B se me confundía hasta el cansancio con TU; después me gustó mucho más B. Si te inquieta, pienso que como yo me quedé con B, puede ser y es probable que Bertoni se haya ido contigo. Si tuviera cartas tuyas, habría salido con el fajo entero atado con elástico de calzón: con una cinta de satín rosa acabada en una corbatita perfecta. Yo habría respondido cada una de esas cartas, y ahora tendrías empapelado el muro en el que apoyas la cama con ellas. Sin mirarlas, por supuesto: no soy para nada tonta. Se me figura que esa idea te habría hecho gracia y las tendrías junto a tus recortes, tu Diógenes y tus fotos de Thelonius Monk. Esa pieza debe tener sumados como-mil-quinientos-treinta años de tierra encima. Cuando la muralla quiera apoyar la frente en el piso, los gusanos gordos entre los ladrillos se verán más jóvenes que tú y todas tus cosas. Por lo demás, ese día voy a estar contenta de dedicarte el pie de apertura en alguna de las muchas cartas que les envío a mis amigos por correo.