domingo, 17 de enero de 2010

iv. Folio 5 - Artaud

Ayer leí la carta de Artaud. Tenía esa melancolía de las cosas que son demasiado bonitas o demasiado perfectas. Nos escribí un poema al respecto como quien se entrega una carta secreta. Nos calenté agua, nos corté unas rebanadas de limón, nos hice té. Nos corté un pedazo de pastel y nos serví la once, convencida de desentrañar en eso el misterio de mis poemas rotos. No con esa acepción: me refería a que estaban quebrados. Pensé en que las películas me habían hecho daño, pues era obvio que algunas cosas corrientes están destinadas a no ser más que eso. Cosas corrientes, carentes de todo sentido otro: si todo fuera especial explotaríamos sin remedio. Nos sentamos uno frente al otro a la mesa con nuestras tazas. Como todos los días desde hace un tiempo, la lámpara demasiado baja endureció nuestras facciones, empalideció nuestras pieles. Tu alma atormentada y deforme no pudo contener a la mía, idéntica. Tu alma torcida como la mía, que de tan cerca quema. Ninguno dijo nada. Anda tú a decirle a una serpiente donde poner sus deseos de muerte. Artaud decía adios, cariño inconmensurable, decía para siempre. Decía que todo de ser tan increíble lo estaba extinguiendo como si un fuego ajeno se lo estuviera comiendo vivo. La taza ardía entre mis manos y las tuyas. El vapor te hacía ver la cara más alegre, como si me escondieras algo. Tu sonrisa me hizo pensar en que eras de mi gusto, más que todos los libros que me hayan regalado. Nos convertimos a la vez en un par de gatos de cama y de agua tibia, pensé, y acaricié con súbito cariño la oreja de cerámica entre mis dedos y tus ojos.

0 investigadores: