martes, 17 de noviembre de 2009

iii. Folio 10 - Tongoy (recuerdo)


Allá en la playa, en Tongoy, les conté a mis primas una historia de niñas. Un cuento de esos que se pueden decir de memoria cualquier día, sin preocuparse de lastimar a alguien en el intento. Ellas querían leer mis cuentos, pero son niñas apenas. Queremos leer tus cuentos, dijeron, pero les leí uno y no lo entendieron. Demasiado jóvenes, más que probable. El segundo les dio una pena inexplicable, el tercero un escalofrío y se callaron. Entendieron que yo era un personaje, y tenía pena. Al final les escribí una historia de niños que nos hizo sentir mejor a todos: una historia en la cual yo aún era niña y mi mundo estaba tan vacío como para no comprender más allá de un escalofrío los vacíos insoportables.

Había en la ciudad una niña llamada R. Había en ese lugar esa R que quería escaparse al mar como fuera, en el caballo de alguien o colgada de un diente de león volador. R tomó sus cosas, el vestido de puntos y los dos pinches de flor, y las puso en su maletita de terciopelo rojo. Puso dentro de la calceta un pie, luego el otro. Listos los soquetes de la buena suerte dio un paso, una pausa, un paso. Cuatro-ventana, y en todo el viaje no paró de mirar fascinada cómo era que la gente se escapaba. Una galleta con chips de chocolate, un sorbo de jugo. Una galleta tras otra y una constelación de migas sobre las rodillas. Vio primero las lineas verdes que hacían las hojitas quietas en el vidrio que se movía más rápido que un pájaro. Luego un triángulo minúsculo de cielo entre los cerros imponentes. El mar se movía tan rápido, saltaba tras las dunas como un niño que persigue a sus papás en un paseo. Cuando en un momento se perdió de vista por completo, R echó de menos al mar por primera vez. Cuando se mira al mar por primera vez es que se empieza a perderlo. R sintió nostalgia de todas esas veces que, en la ciudad, deseó meter la cabeza al agua y hablar con los peces a los que conocía únicamente de los libros. Sintió nostalgia de las veces que, al regresar, querría meterse al agua hasta ahogarse y no podría porque ni toda el agua de la ciudad le alcanzaría para eso. Extrañó sin saber todas las veces en que querría comer palmeras y la ciudad le daría indefectiblemente McCombos. Echó de menos esa angélica ignorancia de la gente que nunca ha salido de su casa y que, por tanto, no tiene nada que perder porque nunca se ha ganado nada.

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