miércoles, 29 de octubre de 2008

II. Folio 9 - De la religiosidad y la moda (junio 2008)

Esa vez, la primera que nos vimos después de mucho tiempo, llevaba puesto un vestido verde a rayas. Lo había comprado el día anterior en una tienda de ropa usada, al encontrarlo lo más bonito y triste que nunca había visto en una caja con olor a abuelo. Caminamos un par de cuadras en línea recta y, cuando llegamos a la Recoleta, tiré de tu manga para que dobláramos por una calle, sin obtener mayores resultados. No. Por qué no. No sé, podrían asaltarnos o peor. ¡Bah! No va a pasarnos nada, vamos. Créeme, no. Te propuse que cada quién siguiera por su lado y nos juntáramos frente a la vitrina del almacén de los sombreros que estaba a tres calles, ante lo cual te estiraste todo lo largo que eres y me miraste poco convencido. No supe si querías saber que efectivamente no iría contigo o, muy por el contrario, sólo querías mostrarme que si iba por esa calle nada te haría seguirme. La cosa es que aceptaste, seguiste siempre en línea recta por en frente de la iglesia y yo me quedé mirándote: te vi espantar unas palomas con la punta del pie. Después, en vez de seguir por mi camino, me detuve en el umbral de una puerta y esperé un buen rato, enmarcada como una virgencita en una estampa, imaginándome lo impaciente que estarías. Estarías enojado, de seguro, y los caros sombreros te molestarían más y más conmigo. Cuando te vi venir corriendo pensé que me dirías las cosas más nefastas por estar en esa puerta jugando como una niña cuando tú sentías ese inexplicable miedo a los ladrones. Sin embargo no dijiste nada. Te quedaste viéndome como si me hubieras bajado de un globo y yo, como pude, me enrollé con brazos y piernas, porque no todos los días alguien volvía por mí al umbral de una casa extraña. Fue lo más extraño reconocerme de esa manera, como una trampa, después de tantos meses. Aproveché de enrollarme, con dedos y pelos, a tu cuello lleno de borlas por detrás de las orejas. Las tenías tan heladas que tuve que quitarlas de la boca y taparlas con jirones del vestido verde de líneas blancas, y apretar fuerte mis manos para que nada se me fuera a escapar otra vez entre las arrugas de la tela y tu cabeza.

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